26 de febrero de 2012

Merece la pena

Las paredes de una casa derruida le sirven como parapeto para cubrirse de la metralla y, al mismo tiempo, le escoltan para analizar la escena con detenimiento. Un paso en falso en estas calles desiertas equivale a morir. Probablemente no haya vida más allá del descuido.


El objetivo de su cámara son los ojos del mundo. El día que decidió despegar de su tranquila casa rumbo al infierno de un país en guerra estaba convencido de que volvería. Posiblemente mutilado. Quizás en un ataúd envuelto con la bandera de su país, el mismo país que decidió unirse al batallón que derribó un régimen opresor a base de bombardeos. Volver sano y salvo, lo tenía claro, era tan probable como que le tocase un premio importante de la lotería. Y aún así marchó. “Merece la pena” fue todo lo que dijo.

Sabía que la labor desarrollada no se mediría en horas extraordinarias. La jornada laboral no viene marcada por ningún contrato. La primera ráfaga de metralleta no esperará al amanecer ni se irá apagando con las últimas luces del día. Resultaría estúpido pedir al reloj que marcase el orden de las horas donde reina el caos.

Tras asegurarse de que la situación, a priori controlada, le permitiría cruzar la calle se levantó decidido, cámara en ristre, hacía los últimos metros. Hacía la huída final.

Fue una bomba lanzada desde el aire como podría haber sido una mina oculta bajo lo que parecía ser un escombro. Pero fue. El máximo nivel de alerta en las guerras es insuficiente. Librarse de la bala perdida es decisión del destino.

El temor a la muerte nunca estuvo entre sus debilidades. Su temor era a la vida, a una vida discurrida de semejante manera. A pesar de la corta esperanza de vida de aquella población pensaba “cualquiera de estos ya vive demasiado para una vida tan desgraciada”

Sus compañeros lo reconocieron por el lema que llevaba inscrito en la correa de su cámara: “Las guerras van y vienen pero los reporteros de guerra son eternos

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