Hasta llegar aquí nos ha tocado sufrir como nadie lo ha hecho. Y es que en el ámbito internacional de las selecciones nacionales tenemos complejo de atléticos. Hablar de España es recordar aquello de "jugamos como nunca y perdimos como siempre". Y ahí radica, precisamente, la diferencia entre nuestra selección y las denominadas "grandes". Ellos aplican un retoque a la anterior afirmación: juegan como (casi)siempre y ganan como nunca -Italia es el ejemplo más claro-. Por eso a España, hasta que la Historia del balompié no la eleve a los altares, le tocará pelear como a verracos, correr como un Peñajara por Mercaderes y rezar -ante todo rezar- para que un cabestro despendolado no nos arrolle sin que apenas nos demos cuenta de que viene.
Alemania es un toro bravo. Todo un semental que viene, hoy más que nunca, a cortejar la Copa Mundial de la FIFA -que así se llama-. Enfrente estaremos nosotros. Y digo bien. Enfrente tendrán a todo un país que hace tiempo que no está tan apegado al combinado nacional de fútbol. Hubo un día en que, hartos de tanto fracaso, de tanto sufrir "pa ná", de tanto llorar por "ná" decidimos que el fútbol no sería, a partir de entonces, el deporte nacional. Mientras nos entreteníamos con la Copa Davis de nuestros invencibles tenistas, con las machadas de Induraín en tierras francesas, con las arriesgadas curvas del gran "Crivi".
Pero llegó Jose Antonio -el de la camisa azul regada en sudor castizo- y nos enroló a todos de nuevo en eso de madrugar para ver a 22 tíos dar patadas a una cosa redonda que hoy llaman (maldito) Jabulani. Al-Ghandour fue cómplice de que nos enganchásemos a la droga más sana que en el mundo del fútbol llaman Mundial y que sirve su dosis cada cuatro años. El madrugón que aquel día nos dimos para soñar con la que, hasta el momento había sido la mejor Selección Española de la historia, fue en balde. La desesperación en la que nos sumimos aquella mañana fue la gota que colmó el vaso. Fue la estocada que España necesitaba para encabronarse con esta competición cual Miura en la Monumental de Barcelona bajo un sol de (in)justicia.
Luego llegó la orgía futbolera que, los que tuvimos la suerte de vivir, contaremos a nuestros nietos. Yo estuve allí. Jamás olvidaré aquel día. Jamás olvidaré la maravillosa sensación de sentir la lágrima cálida del sueño cumplido sobre mi mejilla teñida de pintura rojigualda. España se identificó consigo misma como nunca lo había hecho. Lo que no habían conseguido reconciliaciones de batallas y guerras lo consiguió aquel grandioso equipo que logró, en aquella inolvidable tarde de Junio, escribir con letras de oro sus nombres en la Historia de la Nación.
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