
Está claro. El mundo admira nuestra forma de tocar el balón. Pocas veces un campeón del mundo se lo mereció tanto. La copa se ha ganado en el término más profundo del vocablo. Ganar es triunfar, aventajar a los rivales, rebasarles, adelantarles, superarles... Y todo eso hemos hecho. Nos habrá costado más o menos. Pero lo hemos acabado consiguiendo. El destino esta vez se ha portado. Nos tenía reservado un lugar en la eternidad del fútbol en la que se encuentran archivados minutos inolvidables de la Historia.
Por su parte los artífices de tamaña victoria no han estado a la altura de las circunstancias. Han estado por encima de ella. Ante la naranja mecánica -más bien sierra mecánica como ha apuntado el sindicalista Méndez- se han mostrado como lo que son: un conjunto de hombres extremadamente disciplinados bajo la batuta de Don Vicente del Bosque -Vicente I de España- que ha demostrado que no hace falta ser un cacareador para conseguir poner las cosas en su sitio. Luis Aragonés ha pecado de resentido poniendo, en ciertas ocasiones, en serio peligro la inmaculada convivencia del grupo. En esta ocasión, como en muchas otras, no ha estado a la altura.
Como tampoco estuvo a la altura la selección holandesa más preocupada en partir piernas y reventar esternones que en jugar al balón que era de lo que se trataba. Renunciaron a su himno que reza "al rey Señor de España rendí yo siempre honor". Y acabaron rindiéndonos pleitesía. Y tampoco estuvo a la altura el árbitro. Si en su vida de policía -era su profesión antes de dedicarse, en perjuicio del fútbol, al arbitraje- ponía tantas multas cada 90 minutos como tarjetas mostró ayer, no llego a entender las abultadas cifras del déficit público británico. Y es que, bromas aparte, su papel fue impropio de un árbitro que -se supone- han elegido para la final por sus dotes. No paró de interrumpir el partido. Perdonó un mínimo de tres expulsiones a los holandeses, estaba siempre mal colocado en el campo -incluso cortó algún balón-... Lo tuvo todo. Y todo malo. Fue el protagonista y eso, en una final, arruina el fútbol y la fiesta. Probablemente -y siempre que la FIFA no tome alguna de sus medidas estrella- su próximo destino será la nevera.
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