17 de marzo de 2011

Al periodista de verdad

Uno ya no recordaba lo que era eso que un día llamaron periodismo. La chusma de aprendices y magos de poca monta habían conseguido fagocitar a la calidad, al trabajo, al PERIODISMO.

Pensé que ya no quedaban hombres dispuestos a ser voluntarios en territorios hostiles. Dispuestos a olvidarse de su presente acomodado en la redacción de país desarrollado para embarcarse en un futuro incierto en la trinchera de una guerra inútil, en los aledaños de una central nuclear cuyos reactores han dicho basta.

Sobran fotografías de catástrofes pero faltan nombres. Sobran crónicas escritas por apellidos corrientes pero faltan rostros que poner a las mismas. El anonimato siempre fue condición indispensable del periodista de calidad, del informante de raza, del cronista de pedigrí.

Pocas son las caras bonitas que se animan a posar delante de las cámaras, pocas las voces que se prestan a romper con sus cuerdas vocales los micrófonos de las radios patrias y/o expatrias. Muy pocas.

En cambio… ¡son tantos y tan olvidados y desconocidos los que hacen el denominado trabajo sucio¡ Todo son palabras bonitas para sus acciones profesionales pero… ¡cuántas palabras se llevó el viento¡

No me pagan para esto. “Esto” significa morir. Cuando un periodista de la casta de David Jiménez se entrega en las manos de una exposición nuclear que le puede costar un disgusto definitivo, no queda otra cosa que admirar a, quienes como él, dan un paso al frente para informar al cómodo espectador de las desgracias ajenas que pudieran convertirse en propias. ¡Suerte David!

En la vida y en el juego se conoce al caballero. Cuando es el caballero quien pone su vida en juego, ni te cuento. Muchos decidieron, en el éxodo nuclear hacia ninguna parte, abandonar Japón. Gente como Jiménez decidieron abrazar el destino. Por ellos escribo. Ellos son mi motivación para seguir creyendo en el periodismo. Eso que llamo PERIODISMO. De verdad y en mayúsculas.

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