16 de marzo de 2011

Japón, orden y respeto

Uno se queda asombrado cuando comprueba que la destrucción ha inundado Japón en sus principales calles, en sus avenidas vacías, en sus edificios convertidos en montañas de cascotes desordenadamente ubicados.

Pero, sin duda, con lo que más alucina uno es con las imágenes de la gente que, aun rota en eso que llaman espíritu, exterioriza la rudeza propia de quien no desea por nada del mundo molestar siquiera, a base de ausencia de lágrimas, exilio del dolor en grito.

Cuestiones culturales, dicen. Esas pautas de convivencia que han mamado desde el mismo útero materno y que desarrollaron en un país que les enseñó desde pequeños que, cuando las paredes de su casa temblasen, lo único que debían hacer era sumergirse en las profundidades que hay debajo de las mesas y esperar. Por nada del mundo gritar o exteriorizar espanto. Eso no. Esperar.

La ofensa es para los occidentales. Si ellos basan sus días en un continuo respeto silencioso, nosotros, mientras tanto, voceamos incluso el tarareo de la canción de moda. Susurros frente a grito pelao. Delicadeza oriental frente a la rudeza propia del vasto mercadillo de barrio.

Leo que ni siquiera hay colas de gasolinera en el desesperante huir hacia ninguna parte en busca de un aire respirable que no les fuerce a la sesión de quimioterapia en menos que canta un gallo.

Y leo que la picaresca no existe por aquellos lares. Si lo único que conocemos hasta ahora es la manera salvaje de hacer negocio a costa de tragedias inflando los precios de recursos escasos, los nipones abren las puertas de sus negocios de alimentación para llevar a la boca del desamparado un bocado que le permita vivir. Al menos hasta mañana.

Lo llaman diferencias culturales. Llamémosle mejor diferencias morales.

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